domingo, 9 de enero de 2011

Suerte

Tuvo suerte: cuando llegó el momento predestinado de dejarse explusar de la cama blandita y volver a dormir en la calle, en un descampado o en un cuarto de contadores, ya había pasado la década fabulosa de los yonquis, los yonquis ya eran cenia, raza extinta, carne quemada en las minas de Moria, y no el vigoroso ejército sonámbulo que hubo poblado las barriadas devastadas de los ochenta. La heroína ladrillera y la marmolina comenzó a ser reemplazada por opiáceos más lustrosos, los fabricantes de agujas y gomas musculares percibieron sensiblemente la caída de las ventas, dejó de ser tan frecuente que los cajeros automáticos amanecieran tapizados de cucharas y dientes perdidos, y todas esas circunstancias añadieron algunos años a la esperanza de vida del joven Lecu, porque de lo contrario el destino lo habría manejado a su antojo y pronto lo habría tumbado en una esquina, arremangado y anhelante.
Y así, Lecu se convirtió en el único hobbit engendrado por yonquis que jamás probó sustancia tóxica alguna a excepción del sorbitol, el acidulante y los gasificantes habituales de la comida envasada. Le bastaba con eso y con la mierda sensible que recorría sus circuitos para alucinar y desvariar y ver muñecos de colores en las paredes blanquísimas de su agujero.
En cualquier caso, tal vez no habría servido de mucho, tal vez habría sido un derroche gastarse los billetes que no tenía en uno de aquellos sobrecitos transmigradores, porque su sistema nervioso debió de quedarse definitivamente enclenque y deprimido cuando la Mujer del Vestido Recatado paseaba por aquellas campas de los ochenta con Lecu-fetal en su vientre, regalándose dosis dobles en la esquina mugrienta de su cobertizo.

Nada es crucial. Pablo Gutiérrez.

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