miércoles, 21 de marzo de 2012

El "Sunset Limited" de Cormac McCarthy

Una de las cosas que nos sitúan del lado de la madurez es que existen ciertas conversaciones que consideramos pueriles y que procuramos evitar. Por ejemplo, poca gente habla de sus creencias religiosas porque esa conversación y otras del mismo tenor ya las tuvo hace tiempo (seguramente en aquel descampado en el que se fumaba sus primeros pitillos y en el que solo tres años antes, las compañeras de clase le habían encontrado jugando al fútbol en pantalones cortos sin que le importara tener la cara llena de churretes). Esas conversaciones (Dios, el amor, la libertad, el futuro, la muerte) dan vergüenza retrospectiva porque los adolescentes que fuimos no sabían nada y aun así (o precisamente por eso), se atrevían con las verdades absolutas, con las jerarquías inmutables y los colores primarios.

Supongo que entonces el mundo parecía más simple o al menos concebible, abarcable. Bastaba con estudiar y leer mucho para aprenderlo todo, creíamos. O al menos para aprender todo lo que merecía la pena. Pero el mundo se enmarañó y Gödel nos abrió los ojos: todo sistema formal tiene en su interior proposiciones indemostrables con las propias reglas del sistema; o lo que es lo mismo, el mundo tiene una naturaleza fractal y cualquier respuesta a la que llega el hombre genera una nueva batería de preguntas sin respuesta. Tanto estudiar para comprender al final que el conocimiento no explica nada. Tanto admirar a los sabios para leer en sus entrevistas de vejez que estaban enfadados con el hecho de que tenían que irse. Para comprobar, tristemente, que habían equivocado el objeto de su estudio. Tanto acumular conocimiento sobre nuestra mente para acabar entendiendo que el secreto tal vez resida en saber desprenderse de él.

Esta reflexión viene a cuento del último libro de Cormac McCarthy: El Sunset Limited, un diálogo teatral entre dos personajes que más bien son dos arquetipos: uno negro y otro blanco, uno pobre y otro burgués, uno inculto y otro estudioso, uno creyente y otro ateo. En el diálogo el negro ha salvado al blanco del suicidio y trata de convencerlo de que es importante para Dios, de que debe amar a sus hermanos, de que a él le salvó la vida después de un navajazo en la cárcel que casi acaba con su vida. El blanco se resiste, claro, y argumenta en contra. No tienen ni nombre. Son simplemente Blanco y Negro.

Lo bueno (y lo malo a la vez) de que McCarthy utilice dos arquetipos para una discusión de este tipo es que los bandos están muy claros: dos concepciones opuestas del sentido de la vida que se enfrentan, dos visiones sin nada en común. La candidez del negro y su fe (tanto en Dios como en la naturaleza humana) y la amargada lucidez del blanco, pesimista y sin esperanza. No hay dudas ni de una parte ni de otra, no hay fisuras en ninguna de las concepciones del mundo. Esto puede resultar un problema pero también una virtud. Habrá lectores que considerarán los argumentos de ambos demasiado simplistas, porque también los no creyentes pueden disfrutar de una vida espiritual sin que por ello deban creer en la trascendencia o los creyentes ser matemáticos que hayan llegado a la fe gracias a profundas reflexiones metafísicas sobre el infinito. Pero también habrá lectores, entre los que me encuentro, a los que el diálogo entre ambos personajes les haga reflexionar sobre estos temas.

Incluso reconociendo el maniqueísmo del planteamiento y la falta de matices, los personajes son creíbles y los diálogos están bien escritos. Y, sobre todo, me han hecho recordar las conversaciones pueriles de las que hablaba al principio.

Y además, creo que me gustaría ver la obra representada.

jueves, 19 de enero de 2012

Ragtime de E. L. Doctorow

La primera frase (que dicen que es la más importante a la hora de comunicar un mensaje) es esta: Ragtime de Doctorow es una novela buenísima. Así, sin peros. Buenísima. Un fresco de los Estados Unidos en los inicios del siglo XX contado a través de las vicisitudes de una familia burguesa. En ella aparecen Houdini, Pancho Villa o Booker T. Washington. Aparece J. P. Morgan y Henry Ford. Aparecen Padre, Madre y Hermano Menor. Aparece Emma Goldman, la anarquista.

Todos ellos, claro está, se convierten en ficción por el mero hecho de aparecer en una novela («una gota de ficción lo convierte todo en ficción», que decía Muñoz Molina que citaba Patricio Pron en el epílogo de su última novela). Si fueron personajes reales o no lo fueron solo es una anécdota, lo que menos interesante me resulta es investigar si acabaron deportando a la Goldman, si Morgan estaba obsesionado con el antiguo Egipto o si Washington utilizaba tantas referencias bíblicas cuando hablaba. La novela no es buena porque esté muy bien documentada (que lo está), ni siquiera es buena porque queramos saber qué sucede con la familia y contemos los minutos que nos faltan para poder leer (los minutos que pagan las facturas, por ejemplo), ni siquiera porque tenga un estilo que empieza pareciendo seco (frases cortas, muchos puntos y seguidos) y acaba emocionando (no sé cómo consigue Doctorow hacer eso con el lenguaje, la verdad), no, la novela es buenísima por todo eso y además porque pertenece al campo de la literatura, no sé si me explico.

Podríamos decir, parafraseando el famosísimo (y cortísimo y banal) cuento de Monterroso: «Cuando la novela despertó, las series de televisión ya estaban allí», que la narrativa hoy en día tiene que ofrecer algo más que el desvelo progresivo de una trama interesante, algo más que una historia, por bien escrita y documentada que esté. Para contarnos bien una historia ya están las (buenas) series de televisión.

Piensen en una novela como Juego de Tronos de George R. R. Martin. Es una buena novela, imaginativa, creíble, con una trama coherente, con personajes verosímiles (buenos y malos a la vez, como la vida misma), etc. Ahora bien, si me pidieran la saga en La independiente, yo les preguntaría si han visto la primera temporada de la serie y si su respuesta fuera afirmativa, les diría que se ahorraran el primer libro. Es decir, una buena novela sin más. Entretenimiento del mejor pero trasladable en su totalidad a la televisión.

Ragtime es diferente precisamente porque consigue algo imposible de contar (de forma inteligible, quiero decir) con los recursos del cine o de la televisión, que tengamos la sensación de estar atisbando a través de una mirilla una época completa de la historia de Estados Unidos.
Sé que hay un musical y una adaptación al cine de la novela y que el libro tuvo muchísimo éxito en Estados Unidos cuando se publicó en 1974. Seguro que la película no está mal. Sin embargo, creo que lo que hace grande la obra de Doctorow (Homer y Langley es otra novela suya también fantástica y además contada desde el punto de vista de un ciego) es precisamente lo que hace única a la literatura a la hora de contar historias: la atmósfera, el ritmo, la musicalidad. Cosas que no se ven, que solo se pueden sentir.

Creo que hay varias escenas de la novela que se van a quedar mucho tiempo conmigo. Como cuando el músico Coolhouse Walker Jr. interpreta un rag en el salón de la familia y el autor describe cómo la música se va apoderando poco a poco del espacio, posándose aquí y allá, haciendo volutas. O como cuando Hermano Menor se va en un Ford T camino de México y el autor habla de un atardecer de arcilla roja. Seguro que no las olvidaré fácilmente.
Y, ¿saben?, estoy seguro de que si leyeran la novela, sus escenas preferidas serían otras y que si leyeran estas a las que me refiero, la visión que tendrían de ellas sería muy diferente de la mía.

Háganme caso y compren el libro. Y después si quieren vean la película.